Un hito en la historia de la construcción de Salamanca: la Gran Vía ( Parte II)
Como avanzamos, durante los primeros años del siglo XX la
ciudad comenzó a desbordarse de su recinto histórico y con él se inició el
derribo y derrumbe de grandes lienzos de la muralla, hecho que favoreció la
aparición del Ensanche y las rondas de la ciudad, caso de los paseos de
Canalejas, San Vicente, Carmelitas y la avenida de Mirat.
En 1876 fue proyectada la estación de ferrocarril y en 1890
el parque de La Alamedilla, lo que supuso el desarrollo de la zona
septentrional de Salamanca. Así, en 1902 el ingeniero de Obras Públicas
Gumersindo Canals estudió la idea de proyectar un eje viario de un kilómetro de
longitud que atravesase la capital charra de norte a sur para comunicar la
estación de tren con el puente de Enrique Esteban y, a su vez, enlazar con las
principales carreteras de circunvalación (Contrafuerte 1906: 1). No obstante,
fue un año más tarde cuando el entonces técnico municipal, Pedro Vidal Rodríguez Barba, volvió a proponer esta iniciativa.
Fue así como nació la Gran Vía, término con el que este facultativo aludió al
tramo comprendido entre el antiguo paseo de La Alamedilla, actual paseo de
Canalejas, y la calle Caldereros (Díez 2003, 45).
Sin embargo, aquel esbozo inicial sufrió algunas modificaciones
con el nombramiento de Santiago Madrigal Rodríguez como arquitecto municipal en
1904. Este técnico trazó en 1905 un nuevo plano en el que rebajó cinco metros
la amplitud indicada por Vidal, fijada en 25 metros, para el espacio
comprendido entre el citado paseo y la calle Asadería. A partir de esta última
hasta el convento de San Esteban se limitaba a 19,50 metros. Posteriormente, en
1914, el entonces facultativo titular del Consistorio, Joaquín Secall Domingo,
diseñó el plano del último trecho, que abarcaba desde este cenobio hasta la
glorieta en la que desembocaba la avenida de los Reyes de España.
Los escollos que tuvieron que sortear durante estos años
para materializar este proyecto, que se dilataron hasta la década de los años
setenta, fueron la falta de liquidez para abonar las expropiaciones y el
estrechamiento de la vía en el último tramo por la presencia del convento
dominico de San Esteban. A esto se sumaron las críticas de algunas voces
autorizadas con respecto a esta iniciativa, entre las que cabe señalar la de
Miguel de Unamuno, quien se mostró contrario al considerar que con la Gran Vía
se perdía «el carácter pintoresco de la ciudad al subordinarlo todo a la línea
recta y a la uniformidad» («Conferencia...» 1906, 1).
En la década de los años veinte el proyecto fue relegado a
un segundo plano en la agenda consistorial hasta principios de los años
treinta. En 1932 el entonces arquitecto municipal, Ricardo Pérez Fernández, revisó
la documentación relativa a la Gran Vía.
En primera instancia, estipuló que esta arteria quedase dividida
definitivamente en tres tramos con ejes descentrados. El primero abarcaba desde
el parque de La Alamedilla hasta la plaza de San Julián y tenía una anchura de
19,50 metros; el segundo, con 15 metros, comprendía desde esta última hasta la
calle San Justo, que era donde comenzaba el último, que abarcaba hasta el
convento de San Esteban y quedó mermado en algunos intervalos a 12 y 10 metros.
Con esta medida redujo el número inicial de expropiaciones previstas para
trazar las alineaciones, que, a su juicio era muy costosa.
No obstante, con el estallido de la Guerra Civil el plan
languideció hasta el final de la contienda. De este modo, el período
comprendido entre 1903 y 1939 constituye la primera etapa de la historia de la
Gran Vía. Durante estos treinta y seis años el proyecto nunca
pasó de los planos, ya que no se llevaron a cabo todas las obras de derribo
previstas y, por lo tanto, se congelaron las de construcción al disuadir el interés
de los promotores públicos y privados, todo lo contrario a lo que sucedió en la
posguerra y años posteriores.
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